Árboles y frutos en los patios -vecinos de la ruralidad- y la primera cancha múltiple con iluminación nocturna del pueblo estaba aquí, en el Mariscal. Ahí aprendimos a bailar, a competir, a trabajar en equipo.
En ese paisaje aparece un nombre que marcó mi vida y la de muchos: María Antonia Granados, profesora de Español y Literatura, amante del arte y de la cultura. Ella inventó un milagro con sello propio: los Centros Literarios. Primero, pequeños: cuento o poesía en un salón, danza en otro, teatro en los corredores, música en el patio y pinturas secándose al sol; y, sobre todo, rincones de lectura y de escritura. Después, el gran Centro Literario institucional, mosaico de talentos recogidos en clase, donde cada acto era una puerta para descubrirnos. Yo alcancé a participar —hasta octavo grado— con más entusiasmo que destreza, y con ese vértigo feliz de estar en escena.
El profe José Luis Pérez, “El Babito”, flaco, de gran destreza futbolera y estado físico envidiable, nos llevaba al límite con el test de Cooper bajo un sol que no perdonaba. Y Hugo Benedetti, entonces director de grupo, nos abrió otra puerta: llevándonoslo a la primera feria de ciencia en Planeta Rica. Nuestro proyecto soñaba con una planta de tratamiento de agua para el municipio, cuando el agua —lo recordarán— llegaba por la pluma apenas una o dos veces al mes. Aquello nos obligó a investigar por cuenta propia, a leer, a preguntar, incluso a viajar solos a la entonces “lejana” Montería en busca de fuentes. Ayer y hoy: entonces pedíamos agua limpia y constante; hoy aguardamos la entrada en servicio del Acueducto Regional del San Jorge. El Mariscal nos enseñó que soñar soluciones es el primer paso para construirlas.
No teníamos abundancia de recursos, pero sí creatividad y pasión. Tiza en mano y paciencia de orfebres, nuestros maestros nos mostraron que las limitaciones son razones para superarse. Quiero nombrar a algunos, porque nombrar es agradecer:
María Elena Alandete, Luz Marina Berrío, Jairo Ramos, César González, Never Toro, Italia Verbel, María Antonia Granados, Hugo Benedetti, Gustavo Otero, José Luis Pérez “El Babito”, Gustavo Sánchez, Gregorio Palacio, Alberto Villalobos, William Tapia, Patricia Menco, Aldo Vinicio y Nelly Sierra. Si omito a alguien, pido excusas: la memoria y el corazón a veces juegan a las escondidas.
Y a los compañeros y compañeras de curso —con quienes compartimos pasillos, recreos, tareas y sueños— los nombro con cariño: Fanny Pérez, Claudia Hoyos Vera, Inés Palencia, Maira Domínguez, María Cristina Rivero, Ramiro Velázquez, William Martínez, Óscar Pineda, Leonel Villadiego (QEPD), Gustavo Quintero, Carlos Mario Mejía, Carlos Alberto Rivero, Javier Santiago, Marian Camila Sánchez, Kleidy Morjiana Sánchez, Aleida Avilés, Cielo Páez, Zunilda Arrieta, Lelani Llorente, Juliana Marino, Claudia Marcela Gutiérrez y Calixto Acosta Martínez. Si alguno falta, mil disculpas: esta lista, también ayudada y dictada por la memoria y el afecto, puede estar incompleta.
Y ahora sí, una confesión. Cuando me pregunto “¿quién me mandó a meterme en estas vainas del periodismo y la comunicación?”, la respuesta me sale sin rodeos: este colegio tiene parte de la culpa. Esta institución de nombre solemne y salones humildes, estos Centros Literarios donde la palabra aprendió a bailar y a escribirse, estos profes que convertían una tiza en brújula. Aquí empezó todo.
Cincuenta años después, el Mariscal Sucre no es solo un edificio ni una suma de grados aprobados. Es un lugar de fundación: donde la cultura fue llave, la educación fue camino y la comunidad, casa. Que esta celebración sea también un compromiso: cuidar, fortalecer el arte, la ciencia y el deporte; defender el agua, la lectura y la escritura; conectarse, abrir más puertas para que las nuevas generaciones sueñen más lejos y más alto.
Gracias a quienes han sostenido esta obra —fundadores, directivos, docentes, familias, estudiantes, egresados— y a Buenavista, que sigue poniendo el hombro para que El Mariscal sea el corazón del pueblo.
¡Feliz cincuentenario, Mariscal Sucre!